El dia 9 a les 19.30h us esperem a tots a La Planeta!
entrada gratuïta.
L'Helena Tornero es va inspirar en aquest cas i en molts altres referents històrics per escriure
Primeres imatges de Mart:
RICARD VINYES
Corría 1978.
Cumplido apenas un año desde su investidura como presidente de Estados Unidos,
Jimmy Carter ordenó constituir la
Comisión del Holocausto. La presidió Eliezer Wiesel (Nobel de
la Paz en 1986)
con el precepto de informar al Gobierno sobre la creación de un centro que
conmemorase aquella tragedia, fomentase su conocimiento y contribuyese a la
reparación. El informe que al siguiente año la Comisión entregó al
presidente proponía la creación de una gran institución, el United States
Holocaust Memorial Museum, que finalmente sería inaugurado 14 años más tarde
por el presidente Bill Clinton a principios de su mandato. En aquel informe,
Wiesel definió el nuevo museo como “una institución sobre la responsabilidad,
la responsabilidad política y la responsabilidad moral”.
Con esa expresión tan fecunda, Wiesel no se refería a la responsabilidad de los
culpables, sino a algo más complejo y delicado, la responsabilidad de la
ciudadanía frente a los desastres políticos y sociales causados por las
dictaduras, cuestión que el filósofo alemán Karl Jaspers había tratado en 1946
en un texto inquietante y tremendo titulado El problema de la culpa. La
responsabilidad política de Alemania (Paidós, 1998, Barcelona). Jaspers
estableció cuatro modalidades de culpa, la última de las cuales definió con
estas palabras: “Hay una solidaridad entre hombres como tales que hace a cada
uno responsable de todo el agravio y de toda la injusticia del mundo,
especialmente de los crímenes que suceden en su presencia o con su
conocimiento. Si no hago lo que puedo para impedirlos, soy también culpable. Si
no arriesgo mi vida para impedir el asesinato de otros, sino que me quedo como
si nada, me siento culpable de un modo que no es adecuadamente comprensible por
la vía política y moral”. Era claro y categórico: “En la medida en que el
individuo promueve o tolera una atmosfera de sometimiento colectivo a un
dictador, incurre en culpa política”. En realidad, el texto era un elogio de la
responsabilidad, puesto que era la ausencia de esa virtud y su práctica lo que
en opinión de Jaspers había facilitado el gran desastre totalitario y sus
consecuencias.
Cuando en enero de 1969 la
Policía detuvo al estudiante de la Complutense Enrique
Ruano Casanova por repartir propaganda de la resistencia sindical a la
dictadura, le interrogaron y maltrataron durante tres días, le llevaron a un
registro de su apartamento, le dieron muerte allí mismo y lo lanzaron luego por
la ventana. Lo primero que hicieron los responsables políticos de aquel crimen
consistió en construir una imagen de muchacho irresponsable y emocionalmente
inestable, una especie de logo que permitiera identificar a todos los jóvenes
que con la acción política transgredían las normas de la dictadura.
Para que aquella construcción fuese creíble, delinquieron distintos
departamentos bajo la autoridad del ministro de Gobernación, general Camilo
Alonso Vega, y del ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne.
Destruyeron pruebas forenses, una sierra invisible cortó un pedazo de clavícula
que desapareció, porque era la “prueba inequívoca para determinar en términos
absolutos el proyectil causante de la herida”, según escribió la jueza. Los
testigos oculares del registro mintieron y así lo reconocieron ante el tribunal
que reabrió el caso en 1996. Lo más vomitivo consistió en la complicidad
entusiasta de la dirección del diario ABC, es decir, de Torcuato Luca de Tena
(ni más ni menos que un evolucionista del régimen), quien, en un alarde de
ética, publicó pruebas –el dietario de Ruano– manipuladas y
descontextualizadas. Sólo así apareció el prototipo de joven irresponsable, la
opción más destructiva era esa: banalizar su compromiso –por el cual, y no por
otra cosa, fue detenido y asesinado– bajo la forma de “irresponsabilidad”,
extensible a todos los Ruanos, es decir, a todos los que intentaban impedir la
continuidad de la dictadura. Por eso nadie debería considerar a Ruano como una
víctima –alguien que padece daño por causa fortuita–, era un sujeto que fue
dañado por responsabilidad propia, alguien cuyas decisiones procedían de una
insurrección ética que consideraba imprescindible para poder vivir con decencia
y conforme a sus proyectos y esperanzas. Claudio Pavone, en un texto clásico,
denominó esa decisión “la moralidad de la resistencia”.
Estas semanas pensé en Enrique Ruano Casanova. Se hallaba en las plazas del
país donde ciudadanos indignados por las consecuencias que tiene la devaluación
del sistema democrático han alzado campamento en los principales centros
urbanos, y lo han hecho por responsabilidad moral y política. Aquella de la que
hablaron Jaspers y Weisel, la que practicó Ruano en casa –todos los Ruanos–. Al
igual que entonces, hay medios poderosos que han presentado a esos ciudadanos
jóvenes como alocados. Otros les han propinado comentarios condescendientes,
incluso les han perdonado la vida como si se tratara de una travesura de
verano. Hace pocos meses, Editorial Complutense lanzó un libro coordinado por
la historiadora Ana Domínguez Rama que lleva un título exacto: Enrique Ruano,
memoria viva de la impunidad del franquismo. Es un libro que cuenta el alcance
de la responsabilidad política y la necesaria banalización y destrucción de su
valor y su imagen. Contiene un documento impagable, el voto particular de la
jueza María José de la
Vega Llanes a la sentencia que emitió la Audiencia Provincial
de Madrid en el juicio contra los policías acusados de perpetrar su asesinato.
El escrito de esa mujer, su autoridad, salvó la memoria de Ruano, la memoria de
la responsabilidad.
Ricard Vinyes es historiador
Ilustración de Mikel Casal